BAJO CIELOS ROTOS
Él calmó la tormenta hasta convertirla en un susurro; las olas del mar se aquietaron
Entonces se alegraron por la calma, y los guio hasta el puerto deseado" (Sal 107:29)
BAJO CIELOS ROTOS
Los nubarrones oscuros, el viento que sopla con fuerza y los sonidos que retumban en el cielo anuncian la llegada una fuerte tormenta.
Las hojas de los árboles son arrancadas sin piedad y flotan en el aire hasta golpear el suelo sin compasión.
La gente corre, intentando huir del viento que la sacude; los vehículos quedan atrapados sin encontrar salida, y las calles se enredan en un lazo de congestión imposible de desatar.
La tormenta no avisa: irrumpe insolente, robando la tranquilidad de todos sin razón. No escatima su fuerza ni elige a quien atacar; avanza con furia, dejando caos en su andar.
Nadie se salva de su ímpetu, nadie puede esconderse de su traición. Derriba al incauto que no tiene protección, pero al concluir su remezón ha fortalecido a quienes caminan con cautela y se han preparado con anticipación. (Fragmento "Un Día diferente", Diario Lector)
"Cada uno será como un refugio contra el viento,
como un resguardo contra la tormenta;..." (Is 32:2 NVI)
Las situaciones problemáticas afectan a todas las personas sin distinción. Los niños, quizá por su condición de mayor indefensión, son quienes corren más riesgo. Sin embargo, sus dificultades a menudo son desestimadas bajo la idea de que están protegidos por los adultos y no tiene nada de qué preocuparse. Esto vuelve invisible lo evidente y genera un desequilibrio en sus procesos de desarrollo emocional, escolar y social. "Ustedes los padres, no exasperen a sus hijos, para que no se desalienten" (Col 3:21)
Las dificultades para aprender —ya sea por trastornos del neurodesarrollo o por factores externos— son verdaderas tormentas que muchos niños deben afrontar, en ocasiones en soledad. Al igual que las tempestades que se ven fuera del hogar, existen ciclones dentro del seno familiar, el cual debería ser un lugar de refugio y protección. Cuando estos ciclones internos estallan, arrojan al niño al caos exterior, donde es arrastrado sin piedad. "Y a cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños que cree en mí, mejor le fuera que se le atara al cuello una gran piedra de molino, y que se le hundiera en el fondo del mar" (Mt 18:6)
Los adultos tampoco están exentos de desafíos, ya sean laborales, familiares, económicos, sociales, de salud o emocionales. También tienen sus propias luchas y deben enfrentarlas según los recursos y estrategias que hayan desarrollado para darles solución.
"El siervo que conoce la voluntad de su señor y no se prepara para
cumplirla recibirá muchos golpes" (Lc 12:47)
A veces, esas dificultades son tan fuertes que sus embates derriban al incauto y desprotegido, aquel que ha pasado por alto las alertas preventivas enviadas desde lo alto. Pero quien las escucha y las aplica en su vida diaria, sabe y reconoce que las batallas se ganan de rodillas y con el corazón rendido a Aquel que calma las tormentas. "Pero Dios es mi socorro; el Señor es quien me sostiene" (Sal 54:4)
Los creyentes también enfrentamos situaciones que alteran el orden cotidiano: tormentas inesperadas o incluso anunciadas. Su intensidad no depende de cuán consagrados, piadosos u obedientes seamos. Su magnitud depende, más bien, de cómo nos preparamos y la manera en que las afrontamos. A veces, tendemos a magnificar las pequeñas tormentas, convirtiéndolas en tifones impetuosos, y al final terminamos ahogándonos en pequeños charcos, sin entender por qué. "Encomienda al Señor tus afanes, y Él te sostendrá..." (Sal 55:22)
Las Escrituras relata casos de tormentas tan intensas que ni siquiera los elegidos de Dios se libraron de la furia de los vientos. Pablo, prisionero, fue embarcado rumbo a la isla de Creta. Pero, cerca de su costa, un viento huracanado los azotó durante 14 días. (Léase: Tormenta en el mar). Sin embargo, la esperanza, el Espíritu de Dios, estuvo presente en medio del caos: los fortaleció, animó y salvó, ¡Pero anímense! Ninguno de ustedes perderá la vida, aunque el barco se hundiera! (Hchos 27:22), porque "El Señor te cuidará; de todo mal guardará tu vida." (Sal 121:7)
Ni siquiera los apóstoles se libraron de las tormentas. Ellos las enfrentaron cuando el mar embravecido intento hundirlos. Pero, en medio de la situación caótica, Jesús, "se levantó, reprendió a los vientos y a las olas, y todo quedó en calma" (Mat 8:26b). No fue sino hasta que los descípulos reconocieron su vulnerabilidad y clamaron por ayuda: ¡Señor, —gritaron—, sálvanos, que nos vamos a ahogar! (Mt 8:24b).
Tampoco el faraón de Egipto escapó de los embates del cielo, cuando el Señor envió una tormenta por su obstinación en no querer liberar a su pueblo: "Nunca en toda la historia de Egipto hubo una tormenta igual, con rayos y con un granizo tan devastador" (Éx 9:24)
Debemos tener claro, además, que no se puede ser discípulo de Jesús sin atravesar tormentas. Aun el Hijo del Hombre, Jesús, padeció los más grandes sufrimientos. Después de la última cena con sus discípulos, y antes de ir a la cruz, enfrentó con humildad y valentía las pruebas más intensas. Sería arrogancia pensar que los vientos de la prueba no nos alcanzarán por ser devotos o creyentes en Cristo; al contrario, muchas veces llegarán con mayor rapidez.
Ya en este punto podemos confirmar una verdad: las tormentas llegan a todos, sin excepción.
Sin embargo, los creyentes, aunque se encuentren bajo cielos rotos y escuchen el rugir de los truenos, saben que existe un rugido más fuerte que calmará su ímpetu y la transformará en un suave susurro. Jesús prometió no dejarnos solos, y si confiamos en sus palabras y descansamos en quién es Él, podremos tener seguridad en medio del caos. La esperanza florecerá aun en medio del fango, y después de haber atravesado el valle de sombras, viene la paz.
Y es en medio del zarandeo caótico donde el Señor fortalece nuestro espíritu, nos restaura y nos acerca más a Él. De esta manera aprendemos a reconocer que nuestra voluntad es frágil y que necesitamos rendirnos a la suya. Es allí donde hallamos reposo en Cristo, aun cuando los vientos soplen en contra y no logremos divisar tierra firme, porque Dios tiene control absoluto de toda situación. Aquello que nos mantiene al borde del hundimiento, debemos soltarlo en sus manos, y entonces, en calma, podremos pisar tierra segura. "Acérquense a Dios, y Dios se acercará a ustedes..." (Sg 4:8)
¿Por qué a mí?, solemos preguntar. Pero quizá era necesario el caos para que llegara la calma y en este lapso de tiempo se estableciera el orden que Dios tenía preparado para nuestras vidas, pero que por nuestra irreverencia no se había podido manifestar. "Pues yo sé los planes que tengo para ustedes -dice el Señor-. Son planes para lo bueno y no para lo malo,..." (Jr 29:11)
Tal vez la verdadera pregunta no sea: "¿Por qué a mí?", sino más bien: "¿Para qué, Señor?". Las tormentas de la vida son inevitables, pero lo que sí está en nuestras manos es decidir cómo enfrentarlas. Algunas veces somos nosotros quienes las provocamos, otras vienen como consecuencia de las acciones de otros, y hay ocasiones en que son permitidas por Dios, como la que vivieron los discípulos en el lago de Galilea o la que azotó al faraón en Egipto.
Sea cual sea su origen, el Señor siempre nos advierte: "Estén siempre preparados" (Lc 12:35), fortalezcan su "casa" y protégela de los tornados que se avecinan. "en el mundo tendrán muchas pruebas y tristezas; pero anímense, porque yo he vencido al mundo." (Jn 16:33).
Esta preparación nos recuerda que permanecer firmes en medio de la tormenta es el resultado de tener a Cristo en el corazón. Cada palabra que sale de la boca de Jesús nos capacita para enfrentarla. Es Él quien nos sostiene con dignidad y valentía, nos fortalece en medio del golpeteo de los vientos huracanados. Bajo los cielos rotos, Él está presente; y fuera de ellos también. La clave está en reconocer nuestra fragilidad, depender totalmente de Dios y aferrarnos a cada promesa del Señor —"no te dejaré, ni te desampararé"— (Deu 31:6c).
"No temas, porque yo estoy contigo" (Is 41:10)
Las pruebas no son señales de abandono, ni de que el Señor no nos escucha, ni mucho menos de que Él se complazca con nuestro sufrimiento. Al contrario, Su corazón se entristece cuando ve que nos encaminamos caprichosamente hacia el ojo del huracán, sin protección alguna. Sin embargo, Él respeta nuestras decisiones. "Pero si les parece mal servir al Señor, elijan ustedes mismos a quiénes van a servir:..."(Jos 24:15a NVI)
"Él calmó la tormenta" (Sal 107:29a) es un mensaje que llena de esperanza, pues alivia el corazón turbado por la angustia y nos recuerda que el Señor tiene el poder para traer paz y sosiego a nuestra vida. Aquellas tormentas gigantes que nos tenían acorralados y al borde de la desesperación, Él las "convierte en un susurro" (Sal 107:29b); y, finalmente, desaparecen, abriendo camino a nuevos vientos y un horizonte de calma.
Es en estos escenarios donde el Señor se levanta como nuestro verdadero refugio y sustentador. En medio de la confusión y el dolor, nos desafía a dejar de confiar en nuestras propias fuerzas y a depender plenamente de Su poder. El Espíritu del Señor abre camino en medio de la tormenta y, cuando cesa el estruendo, descubrimos lo que antes estaba velado por densos nubarrones: sendas de victoria, oportunidades de restitución y pasos firmes hacia una fe más sólida.
Así como Pablo recibió ánimo en el barco y los discípulos fueron testigos de la autoridad de Jesús sobre el mar embravecido, también nosotros somos llamados a confiar en que el Señor está presente en nuestro caos. Él no siempre quita la tormenta de inmediato, pero si nos sostiene, nos fortalece y nos guarda para que nuestra fe no naufrague.
Hoy el Señor nos exhorta a recordar que cada tormenta es una oportunidad para acercarnos más a Cristo, fortalecer nuestra fe y tener presente que, aunque los vientos soplen con fuerza, Él sigue siendo el Rey Soberano sobre toda la creación y tiene autoridad para decir: "Calla, enmudece" (Mr 4:39)
Den gracias al Señor por su misericordia y por sus maravillas
para con los hijos de los hombres" (Sal 107:31)
*Bendito seas, Soberano Señor, Creador del cielo y de la tierra.
En Ti encontramos la verdad y la paz; gobiernas sobre toda la creación y nos enseñas que, sin Ti, somos como barcos a la deriva, expuestos a la bravura de los vientos.
Danos, Señor, un corazón obediente, que se rinda ante Tu majestad y reconozca que, alejados de Ti, somos como bruma oscurecida llevada hacia cualquier dirección.
Bendice nuestras tormentas con Tu presencia y sosiega nuestra alma con el suave susurro de Tu Espíritu. En el nombre de Jesús. Amén.
El Señor te bendiga.
Psicóloga Educativa Infantil Cristiana
Estudiante de Teología Reformada
"Tu amor me encontró"
Es Su Gracia

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